Todo recomienza un buen día en que el Doctor Sí, recién emergido de un profundo sueño en el que soñaba peinar los fondos de ignotas fosas oceánicas con sus cabellos cenicientos, se encuentra de sopetón, en el albor de los párpados, con las agujas del reloj de pared (que colgaba de la pared). Son exactamente las diez y diez.
Exultante por tan promisoria señal, siente de pronto el Doctor que el fruto está ya en el árbol, a punto de abandonarlo rumbo al inalcanzable abismo, corazón de bombón, con centro de masas en el núcleo de hierro y níquel fundido del centro amoroso de la Tierra. Tras una cortina esmeralda que deja en el horizonte preñado de brumas el relámpago de su pensamiento, casi puede contemplar dos figuras fantasmagóricas en lo alto de una colina. Allá, bajo un generoso y sabio manzano, Olaf Stapledon y Sir I. Newton compartían el té en una tarde imprecisa.
Sí: el momento ha llegado. Tras años de militancia secreta en la Sociedad Solipsista de la cual fue hermano fundador, padre, hijo único y presidente en funciones, decide romper sus votos el Doctor. Sin dilación, quema con un soplete su batín ritual y disuelve prontamente la Sociedad, así como el Manifiesto que con infinita paciencia había microimpreso en una tableta efervescente de vitamina C.
Cinco minutos de esa señalada mañana le bastaron para adherirse sin condiciones a las tesis de Mindlander, por quien otrora sintiera pertinaz desconfianza. «Todo es real menos yo», había dicho el viejo. Todo es real salvo el sujeto que observa la realidad. No implica eso que la percepción sea errada, no lo es. Lo único verdadero es la percepción, más real que la mente que cree estar a cargo de los sentidos, y que es una mera ilusión, sombra creada al proyectarse la incontrovertible verdad del estímulo en la pantalla trasera del cráneo.
«Cuando yo señale a la luna —acostumbraba a decir el Prof. Mindlander al iniciar sus seminarios al aire libre, su puño cerrado en alto— miren fijamente a mi dedo».
No aprendemos: recordamos, había dicho Platón un poco antes. Y en efecto, la revelación le llegó al Doctor en un minuto de esa misma tarde mientras buscaba alguna letra perdida en la biblioteca de la Universidad. A través de una ventana, en el campito contiguo, verde y fresco, vio pasar a un tal Marcos, —si se llamaba así—, y donde creyó reconocerse a sí mismo cabalgando a otro lugar justo tras lanzarle una mirada furtiva a la ventana. Por alguna extraña razón, asustado tal vez, torció la mirada de la ventana —al mismo tiempo que Marcos hacía lo propio— para sumergirla de nuevo en el Leteo de celulosa, dejándose transportar en sus ondulaciones apergaminadas, deseando hundirse una vez más en el láudano amniótico, bálsamo traicionero que rellena las cuencas de los ojos del Mar Muerto.
Enfrascado el Doctor. En grandes pilas de libros algunos de los cuales probablemente había escrito él. Se hace difícil recordar y hasta pensar cuando la respiración acompasada de las alas de las mariposas de cristal disuelven a su alrededor la substancia del espacio y de las paredes. Pensamos, pero no sabemos qué es el pensar como no sabemos qué es el existir.
Sostenía al vilo de la luz de las velas el Doctor su obra Meta-metas. En la superficie del manuscrito, los diseños y grafías no guardaban más unidad que las del chiste Voynich. Pero la tinta, fórmula precisa ensayada en su laboratorio personal, repartida con esmeradísimo cuidado sobre la tramoya de la piel del papel —cortina de humos bidimensionales— penetraba efectivamente en las fibras de celulosa, desparramándose, en y por y a través, de su permeable dermis; formando así, una décima de milímetro por debajo del alcance del ojo, runas tridimensionales que contenían el verbo oculto, canto perdido de la creación del mundo.
Y, o, bajo el mismo estandarte, el estudio de los procordados y la serpiente Kundalini. Una tesis sobre la personalidad de Ian Curtis, cuyas 400 páginas jamás fueron holladas por otros ojos que los de su meticuloso creador, quien le prendió fuego tras poner la palabra “estrella” como colofón y guinda de cada uno de sus tres volúmenes.
Diremos en pocas palabras que la obra que pergeñaba compaginaba esto con aquello y lo de más allá. And of course Harry the Horse Will Dance the Waltz: era el título de su último collage sobre acuarela, una obra audaz y explosiva como un corazón relleno de leche esparciendo su fresa radialmente desde el punto congelado del impacto. Al menos esta fue la descripción con la que Markus Sprocket popularizó la primera exposición de nuestro héroe, en el Salón de París de 2015. Una agitada relación, plena de admiración y mordaces dentelladas, tuvo lugar entre crítico y autor. Sprocket destrozaba con saña —con la misma originalidad con que un cirujano hace lonchas un renacuajo vivo sobre una máquina de escribir con la troquelada punta de un paraguas— las creaciones de su adorado (amado sería tal vez la palabra, si no exudara una ternura desde luego exenta en los violentos coitos mentales que salpicaban las trayectorias infinitamente asintóticas de dos personajes tan redundantes como un paréntesis interminable) enemigo, a pesar de todo. Dábase en efecto el caso de que la relación de ambos personajes se parecía menos al affaire anfetamínico de Lou Reed y el crítico aquel de Nueva York cuyo nombre devoraron ya los gusanos, que a la bagaçeira de Fernando Pessoa con sus pseudoheterónimos o, dicho de otro modo, con el tiempo llegas a entender que la veneración y el odio que se regalaban esos dos niños jugando a Helter Skelter como un púlsar salvaje más allá de la puerta de Tannhauser, se debían a la nada despreciable influencia que una mente masiva ejerce sobre otra cuando ambas habitan el mismo cuerpo e, ¡incluso!, son obligadas a realizar los mismos trámites policiales y administrativos, como si compartir los órganos sexuales y excretorios (la titularidad de cada cual tema de tenso debate en su fiero interno era) fuera poca humillación y causa de dolorosos traumas inconfesables. Más, por ende, era ese el manantial mismo de la luz que sus ricas personalidades alimentaban como la dinamo de la bicicleta que, escalando el Gólgota en trece etapas, trajo a Hofmann cuesta abajo, en un vuelo que sólo pueden comprender quienes aves una vez lo volaron.
Un tercer cogollo, ejerciendo de magistrado, fue necesario para poner algo de orden en su fuero inferno. Se propuso en un momento si el principio de exclusión de Pauli le permitiría trinar o por acaso el vértice sería despedido, excluido con un certero disparo de su flamante Ray-Gun.
We were few and grandma gave birth. Ya lo dijo la abuela: «Sienta precedente y Vicente traerá más gente». Pronto se vio surgir, como yemas del Ser, una multiplicidad confusa de hombrecillos, cada uno de ellos reclamando el título del Yo con la misma voz quebrada de un niño que encuentra a un doble —surgido talvez de una vaina durante la noche— recibiendo los mimos de mamá. Sensación de desconcierto sólo igualada por la multiplicación de sus cabezas en el mismo momento en que hemos exhalado la tercera bocanada de salvinotriptamina-K. Andaba en efecto el Dr. fumando esa tarde-noche en un bong diseñado por él mismo, inspirado en la botella de Klein, lo que permitía, con la aplicación del calor, introducir la cabeza dentro de la burbuja llena de humo espeso, espesísimo en verdad, cargado de latidos percutiendo sus ecos tambores de los indios pasos de esa mujer que siempre te ha estado esperando tras la cortina verde.
«Es paradójico —se decía el Doctor— que pueda recordar momentos en los que yo había desaparecido del mapa. Si yo ya no era ni estaba: ¿quién veía y quién ahora recuerda? Esto —seguía imperturbable contándole a su gato Nicolás— es prueba irrefutable de que la información no sólo regresa del agujero negro, sino que además lo invalida, evapora en efecto su sombra delusiva. La partícula que sale despedida y la que es tragada son tan diferentes como el espejo y yo reflejado en él. No tiene ninguna relevancia lo que ocurre en el agujero: no hay agujero. Lo que ocurre en el agujero es lo que ocurre fuera de él. Y además creo no estar diciendo una tontería». Con esa solemne afirmación y un gesto conclusivo con las cejas (casi podía sentirse en la lengua el polvo levantado por el telón al golpear la tarima) concluía el relámpago con el que nuestro héroe pretendía reformar algunos conceptos que todavía no habían sido formulados.
… del solipsismo y el ___[cortado] . “no son contradictorios”: se necesitan mutuamente [ilegible e infumable].
Sea como fuera, alguna operación química de difícil interpretación tenía lugar aquella tarde-noche en el crisol del Doctor. La concurrencia era ciertamente reducida, la situación excepcional, y aunque ninguno de los que allí estaban formaron después una banda de rock’n’roll, existen pruebas de que las notas de la reunión, volando de mano en mano y boca en boca, llegaron tan deformadas a manos del Dr. Hernhart Babuse que le fueron de gran provecho para pulir su Nuevo Modelo de la Epistemología Fractal. Babuse tuvo, eso sí, el decoro de citar su fuente: una cucaracha de Borneo levantando su vuelo gallináceo a unos palmos del suelo había disparado una cadena de razonamientos aéreos en la otra punta del orbe que habían culminado en su tratado. Babuse, sin embargo, se mostraba absolutamente convencido y convincente de que el efecto estaba exactamente medido.
«Nada al azar señores», y se dispuso a escribir un ensayo en el que daba cuenta certeramente, de cómo el manuscrito —aparentemente errático y dislático— estaba siendo escrito de la manera más lógica por su mano izquierda mientras la derecha contrapesaba el esfuerzo con maniáticos tics y amenazas, al tiempo que su tronco se convulsionaba bajo el efecto de un Shell-Shock sincopado, suvenir que trajo de la Batalla de Verdún. Los engranajes del albedrío cautivo llevaba por subtítulo este instructivo en tres entregas, de la que no se publicó ninguna y que portaba por ambición el deseo de superar al triste manual que E. A. Poe escribiera a propósito de la construcción de The Raven.
La intuición, decía Babuse, es un arma terriblemente afilada, pero no es otra cosa que inteligencia analítica tan veloz, o dicho de otra manera, en tal estado de compresión, que la densidad de la inteligencia puesta en juego impide observar su causalidad lineal, del mismo modo que el cromosoma no deja ver las cadenas de ácidos nucleicos. Babuse pudo en efecto demostrar que los leves gestos de su predecesor mientras dialogaba con su sombra en la Rue Morgue, y la cadena de acontecimientos e intermediarios que ligaron el eco de esos pasos con el movimiento de precesión de la tapa de su bolígrafo BIC Cristal, habían sido suficientes para que su brillantez dedujera de todos ellos el descubrimiento pertinente, y que en todo el proceso no había ni rastro de magia o charlatanería equivalente, sino apenas una lógica aplastante, pétrea e inconmovible como el martillo de Thor y la roca de Prometeo juntos y por ese orden.
En Apotemas o apotegmas, subtitulada Una novela en sayo, nuestro héroe se lanzó a una vertiginosa reconstrucción del templo pitagórico. La obrita estaba ambientada a las afueras de una polis griega convenientemente distorsionada tras una cebolla de cristal. Frente al terraplén desde donde se pueden divisar tres ágoras y un olivo en medio de un campo de habas, Diógenes nos mira por encima del hombro, anunciando: «¡Quiero rodar!». Y en efecto rueda pendiente abajo embutido en su zurullo, alfombra voladora desenrollada al viento, pendiente abajo por el paisaje mortalmente estúpido de las afueras de una ciudad meada por De Chirico. Allí cerca, no lejos de una cueva, inclinaba el cogote la torre de Pisa, orgullosa, malvada empero sometida, como la mantis cautiva de su blátida condición, inclinándose sobre el orador de los campos, a punto de devorar su cabeza. Allá se alzaba el fuego liberado de las entrañas de la tierra, única quemadura que su carne roja agradece como el acero se dobla a la incandescencia blanca. Arde el lienzo. Un calambre recorre las nubes plagadas de cicatrices, su tremolar delata la vida, denota las ubres lechosas y un badajo que repica hueco contra el alambre de espino; zumban las moscas sobre el corazón de una piedra, escupe tu ojo el rayo verde de su último hundimiento. En el mar.
Era en verdad un muy muy muy acompasado instante, tres veces ondulado, tres veces sólido como las atmosferas que nos penetran los tres oídos. No había, es más, adverbios para alzar a su debida nada el fisiológico apocalipsis de silencio. Aquí la carne se hace espíritu. Quien tenga oídos que se los llene de nubes. Y para los que carecen de ellos, amontonaría sin fruto todas las naranjas doradas del huerto, las sandías de amatista y esmeralda brotarían en vano de las cornucopias. Nada malo hay en que donde unos tengan, otros se detengan. Pero ay de aquellos que aún deben debatirse entre el ruido y la sordera.
La clave, por supuesto, estaba en Marcos.
Marcos (él nos trae oro, medicinas).
Marcos. Nadie sabía si se llamaba así realmente. Al fin y al cabo nadie sabía exactamente quién era su madre. Y su padre le llamaba cada día con un nuevo nombre.
Marciades. Eludtro. Arubal. Vü. Paraxinárcolas.
(Nosotros preferimos llamarle Lucas).
Lucas solía sentarse dando la espalda al sentido de la marcha cuando subía al tren. Incluso cuando reposaba en algún punto cualquiera de la tierra, ponía buen cuidado en orientarse hacia el oeste. De esta manera podía ver su propia substancia penetrando el pasado, mientras su cuerpo era devorado por el pasto.
En marcha. Volando con los postes del ferrocarril y las plumas erguidas de los chopos, desfilaban por la ventana sus nombres hacia la patria: Oblivion, tierra de brasas heladas y jardines calcáreos guiñando su plata bajo un cielo nocturno hecho de un espejo negro tan fino que podría quebrarse en cualquier instante. Es, en verdad, el instante inacabable de la presentida ruptura de esa piel de espejo fina, muy muy muy fina tan fina su inconmensurable finura que en tres veces no podría yo alcanzar a adverbiarla. Bombilla de oscuridad, bóveda tan quebradiza como el cristal de Navidad, nutriendo en sus añicos probables el goce sin fin de la permanencia bajo su abrazo estelar. No temían en vano los galos, pues conocían la tecnología del terror, los abismos que inmunizan las heridas, espantan las moscas y templan el corazón al compás del órgano metálico de la tierra, madre sin límite bajo la bóveda ocasional del infinito.
Atravesaba la noche arrancándole jirones de su negra substancia. Suspendidos quedaban en los meandros de la estela espumosa tras sus pies de siete lenguas. Era su noche una noche de verdad, no la saturación indigesta de todos los colores, no el chisporroteo sin provecho de los vacíos nutritivos. Era su noche una noche noche, mancha mil veces más densa y aceitosa que las cabelleras narcotizantes que Charles B. tejía en las ondas del mar navegando rumbo a los territorios de Outre-mer, donde los negros, legítimos padres y herederos de la noche azabache, son tratados peor que los perros tirados en el recodo del camino y de cuyo ojo-carroña gotea mostaza amarilla. Una procesión de botecitos serpentea río arriba; río engullido por la selva, botes perdidos en los meandros. El hombre blanco está remontando nerviosamente el Río Negro en busca de su autoprofecía original. Anywhere out of this world is fine, because you just can´t handle the Horror.
Pero decíamos que era su noche una noche de pleno color negro mate. Una noche envolvente pero no como la tibia mediocridad del manto, que no nos deja sentir la densa frialdad, la instrucción secreta. En ella las estrellas ya no eran guiños de los parásitos del tuétano, sino princesas de una discreción tan sublime que lucían sus aristas blancas sólo en el perfecto momento en que ya las había rebasado la blanda ola de lo inconmensurable; imposible hendir con sus dagas de diamantes a tan vulnerable criatura. A eso le llamaba Marcos la armonía sin esferas. Y clamaba. «Sabios, sois prisioneros de vuestro cefalotórax oval, movéis las ruedas de los relojes de los campanarios de los pueblos de los horizontes de los trigos de los soles de las semillas de las auroras de las alturas de los vértigos de los dulces zumbidos de los astros con vuestras patas articuladas, y cuando se cae una dejáis crecer otras dos del muñón. Del muñón cuyos orgónicos espasmos delatan vuestra naturaleza helminta, cautiva, ausente…».
Marcos mira ahora desde la falda de esa colina que gira alrededor de la Luna. Mira a través de la colina, a través de cinco vagones en marcha con sus pasajeros dentro, a través de una hilera de ciudades con sus luces intemporales, a través de otra docena de paredes de ladrillo con sus hormigas emparedadas, a través de la puerta y de la estantería y de una pila de libros. Hasta iluminar con el foco de sus ojos la figura vencida del Doctor Sí.
El doctor está llorando en un rincón, sin ser visto, las luces del sol ya apagadas. A nadie en este planeta le importa ese llanto inútil. Pero Marcos conoce el lugar donde las lágrimas son risas, y los sueños alimentan fábricas, y la muerte da vida al brote verde. Y Marcos mira imperturbable, eso y lo que se transparenta mil leguas cósmicas detrás, hasta tocar su propio cogote.
Pero amanecía ya. Cuando la leche se desparrama por los negativos abrasados de la sombra anterior, cuando su poder se manifiesta ciego y generoso. Otro nombre caía entonces sobre sus hombros, pero apenas sentían ya su peso fiel, pues la ternura del sueño llamaba a hundir en una borrachera de endorfinas las responsabilidades del sol naciente.
«La mañana será otro día», anunciaba el barquero que lo llevaba a su celda. Y justo antes de caer dormido, viendo otra vez los cuchillos del reloj de pared girando a toda lentitud, recordaban su verdadero nombre entre una lluvia de agujas de cristal cayendo en un aire perezoso de lentos violones. Y en el último instante, yaciendo ya bajo una tonelada de roca, sabía de nuevo. Sabía del engaño y la falsedad de todo el ruido. Hundiéndose sin remedio a través del jergón hacia las profundidades de un océano vidrioso, abría sus dos labios primero para denunciar, pero muy enseguida para aceptar y afirmar la rueda que no ha de cesar, para regalarse su propio nombre, su nombre que ya no alcanzaba a escuchar despierto cuando al fin resonaba tres veces en el aire:
Sí
Sí
fo
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